domingo


Vibraciones van jugando con los hilos que me sujetan al techo. De esta habitación sin tejado. De esta habitación sucia y desordenada. De esta habitación que esconde venenos bajo la alfombra. De esta habitación que se ha olvidado de las puertas y ventanas. De esta habitación que no entiende, que simplemente no entiende.
El silencio lo recorto con tijeras oxidadas. Las salidas son siempre tóxicas, pero me dan la oportunidad de escapar. En plazas, parques o calles. En escaleras olvidadas. Sentada al borde del precipicio. Jugando con el sonido de un piano, tomo a la golondrina por las alas y la ahorco. Siempre sucede así: mancho mis manos con sangre. Me robarás los suspiros de medianoche, el caudal del río que atraviesa nuestros dedos. Y se alejan, lentamente, para perderse cada uno en su punto cardinal.
Pareciese que fuese a quebrarse, pero los unen puentes tan delgados. No es la culpa de nadie, más bien, es una acumulación de culpas anónimas e ingenuas. El tiempo nos tiene amarrados. Alguno de estos días, tendremos que dejar las preguntas de lado.
Más agujas golpearán mi piel, cuando decida esconderme bajo un mar oscuro. En el fondo de este se encuentran momentos con olor a azufre y arsénico. Que bailan. Aunque no les queden ganas, siempre bailan.
Mis manos no alcanzan los barrotes de la jaula, no puedo tocar el vientre que se enfrenta a mis ojos. Mis ojos lloran pero sin pena, mis ojos lloran porque es lo único que he aprendido a hacer bien. Y se acostumbraron luego de las batallas pasadas. Hoy se calman, porque algo ha muerto. Algo muy escondido, casi insignificante, ha muerto. Todo esto lo demuestra.
Entonces, es el momento de despejar la bruma. Que el tiempo me aplaste con sus pies de gigante, que las calles me abracen. Que las aves me violen entre las nubes de lluvia. Para luego abortar la dulzura de sus alas, al ritmo del movimiento de un molino. En sumas simples y absurdas.
Esconder habitaciones entre las manos de la tierra húmeda, para luego remover las entrañas con una llave antigua. Este dolor no arde. Casi me es posible decir que simplemente no duele. Me cuesta entenderlo, no veo el momento en que aquello sucedió. Es probable que siempre haya sido de la misma manera. Y ya las balas no me hacen daño, aunque me habran el pecho para devorarlo. Sólo queda algo de carroña.
El frio no me deja libertar de escapar, las constelaciones se despliegan en el cielo para reise de todo esto. Para reirse de mi y mis fantasías alejadas de toda tierra. Para reirse de un suicidio tan sutil. Para reise de mi y de mi manera de esconderme entre las sábanas.
El sonido me estremece y puede gatillar todo lo que temo. Un grito, un alarido, la aceleración de una respiración comunmente olvidada. Y la pared. Blanca como la recuerdo siempre, bordeando delicadamente el gris. La pared nunca deja de estar, no puede morir.
Lo nuevo aparece de los gestos, se deslizan por las curvas de mi cintura hasta caer al suelo y morir. Agonizan un rato antes del descenlace. Pero nadie las mira. Otro de una multitud de espectáculos patéticos.
Pero, antes de comenzar, ya todo había llegado a su fin. Empezaron a moverse por la pantalla los créditos de la película. Esos que nunca van a terminar.

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