martes

después del epílogo bastardo

Admito, confeso, que creí que iba a vomitarle encima a todos ellos, que iban a revolver la rabia con cucharas incrustadas con las piedras de moda, el último grito de la bonita moda de los arrabales. Admito, que en un tiempo fue la rabia y el silencio, fueron ellos lo que condenaban la salida de la lengua de su respectiva cavidad. Dentro, fuera. Confieso que creí la calma, creí el movimiento deteniéndose para darme cuenta, minutos después, de lo sublime en las decepciones de los días, de como se quedan dormidos y como callan lo que nadie dice antes que mueran. ¡Y nada tenía que decir, si lo único que salía de mis gestos era la insignificancia de este tipo de visiones! Merece el movimiento obsceno de las facciones del rostro, pero no la palabra "obsceno" tallada en el pecho.

Entonces, después del gran show de fuegos de artificio, después del artificio, el artefacto cojo, las máscaras son guardadas en los armarios. Las paredes pueden ser blancas, azules, grises, pero no tienen pegado a ellas esos dibujos horrendos de personajes idiotas. Tantos personajes, algunos bailan, otros carecen de piernas a estas alturas, pero ninguno siente la carne adherida a sus huesos, ninguno es capaz de tomarse el pellejo en las manos, ninguno vive aplastado entre las hojas. Artificios, triste gurú de una época aún más triste, seductores decadentes de masas que se mueven esperando un enfoque a su rostro. Seductores decadentes, repito a modo de énfasis, abandonados al juego de cambiar el rostro dependiendo del clima. Si llueve, se llenan de cicatrices, si hace algo de sol, se contentan con rellenar los espacios vacíos con préstamos mal hechos, dando lástima a los que pasan cerca de su órbita. La gravedad se gasta rápidamente.

Y ya no necesito que me folle el odio, que me tire al suelo la ira y me seduzca con frases prefabricadas.

Me dejo sorprender por el deseo bajo el vidrio, el juego entre el miedo propio y ajeno, en un pasado que no existe en materia, del futuro imposible de cambiar aunque no suceda. Es hora del abandono a la pulga y el piojo, de boca en boca, corre el rumor de una estampida. La narración se vuelve absurda. El silencio pesa más en la espalda, aparecen cicatrices cuya fuente es imposible de recordar. Nadie regresa y no hay ritmo en un juego incómodo, no hay regreso porque nunca hubo lugar del cual partir, queridos míos.
Dulzura que canta, empújame al caer, conchatumadre. De las luces de calma aparente, se despliegan las conexiones, los eslabones de una cadena que parte en el purgatorio y termina en el ruido. El ruido como complemento del silencio más agotador.

Y ya no necesito que me folle el odio, que me tire al suelo la ira y me seduzca con una calma silenciosa, falsa, hipócrita.
Mejor estas convulsiones, reales. Tranquilas hijas del sano miedo.

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