miércoles

remolino.


Una canción de cuna sería suficiente para que la lluvia pareciera sobre nuestras cabezas desnudas, el cabello mojado bailando al ritmo de un viento sur, el barro esparciéndose por nuestros cuerpos, delineando nombres, seudónimos ocultos con los cuales nos encontramos en las calles de noche. Aquí dentro el remolino tiembla, el agua se enturbia, la pintura se corre tal acuarela, los pájaros dejan de cantar porque pierden la voz. La sangre se me escapa de las manos para terminar en las de un extraño, entregando pedacitos de un rompecabezas sin pies ni cabeza. Una abstracción inútil, trato de darle nombre y sentido pero pareciese que se niega a recibirlo. El eterno prófugo, el eterno viaje, la eterna vuelta a casa. Está todo listo, la fiesta se encuentra preparada, me mira los ojos y dice: es mejor que llueva. Tiene toda la razón. Que llueva, los paraguas nos oculten de los ojos de las nubes y bajo eso, escupir al vacío que se extiende bajo nuestro pies. Fríos, descalzos, sucios y rotos. Siempre soportando el peso de lo que inevitablemente somos. Carne y huesos bajo la lluvia. El andén nos aguarda. El peso del agua. Un poste de luz partido en dos, intentando iluminar la niebla que rodea nuestro hogar. Las palomas se van escapando de mi, como espejos mostrando un rostro que no puedo deducir, que pareciese enterrado por las ojeras, el corazón. El viaje sin sentido. El laberinto sutil y escondido. El té dibujando con su vapor las letras que encierran tu sentido. El té corriendo por mi cuepo, el té gritando algunos recuerdos, unas tardes lluviosas, el té. Entre azulejos las manos pierden el control, la paranoia empieza a mostrar los cristales enterrados a un costado. Vienes a retratar lo que no queda de mi, el lienzo se muestra infinito ante nuestros ojos cansados. Me acerco para susurrar que el mundo no acaba, que nos peces nadan en el asfalto de esta ciudad, el tiempo nos mantiene en el extremo. Los barcos parece no avanzar. La noche pareciese nunca terminar. El tiempo parece desesperar perfecto. La tinta pinta en nuestra mejillas un horizonte infinito, como un sueño. De papel delgado, siempre tan fácil de romper. Quiero que las palabras se alarguen como solían hacer en esos días escondidos. Contaban hasta tres para enterrarse en la tierra húmida y luego crecer como hierba. La fiebre en este momento vuelve y pareciese ser síntoma de la misma enfermedad. De mi boca crecer enredaderas asustadas por las hachas de otra. El viento podría deshacerse de aquello. Pero en algún momento el Diablo querrá bailar con nosotros en una noche de luna llena, y ahí, el suelo moviéndose como el mar, manchará de sangre y la respuesta se verá en alguna pared escondida en el cerro. Se enreda en su mismo, hace un nuedo ciego y se pierde más allá de la vista. La respuesta más simple: tendré que empezar a practicar algunas sílabas, tendré que empezar a cantar canciones en lenguas muertas.

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