domingo


Entre el mediodía y las una de la tarde, en ese lapso que nos parece incontrolable. El tiempo se fue a dar una vuelta lejos de estos paisajes más bien tristes. En ese segundo, éramos todas las horas, todos los años y sus sombras poco nítidas. Dejamos que entraran por la puerta todas las risas sin fundamentos, todos los reflejos a los que nos habíamos poco a poco abandonado. Cuando el tiempo volvió a bailarnos, llorábamos. Parecíamos niños que se perdieron en el centro de la ciudad. Lo que no sabíamos era que guardábamos en nuestras gargantas los gritos de guerra, de odio, que iban a nacer luego. Que iban a nacer cuando menos lo esperáramos. De esta manera, empezamos a ver los colores de manera diferente, un cambio casi imperceptible pero que comenzó a morder nuestro cerebro. Hasta que dejamos de llorar. Cambiamos las lágrimas por una máscara de yeso, o por un vaso medio vacío en nuestra mano. Teníamos que asumir que en nuestra propia carrera, siempre quedaríamos últimos. Corriendo contra nosotros mismos, quedamos condenados al último lugar. Entonces, al darnos cuenta de aquello, miramos hacia abajo y vimos que no quedaba nada. Que la ciudad en la que podíamos perdernos se había destruido. Que los árboles en que solíamos encaramarnos habían sido talados. Y todo era tan precioso. Todos yacían enfermos, llenos de cicatrices, llenos de marcas que deformaban sus rostros. Todo era sublime, porque dejamos de buscar. Y en ese mismo instante, empezamos a encontrar todo, mas no a recogerlo. Todo podía ser resumido en el llanto de una histérica, en unas palabras que simplemente al ser pronunciadas mienten. Todas esas palabras tocaron mis labios, pero ya nada sale de ellos, ya que yo misma los cosí con hilo rojo. He forzado el destino sobre ellos para que callen, un silencio que prolongaría ese segundo antes de morir. Ese silencio que, al ser escuchado con atención, suena como unos tacones alejándose. 

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