miércoles



No es necesario ni suficiente el movimiento del tren para que se pueda desatar un mareo. Este, que se ve inútilmente prolongado por las primeras imágenes de la mañana, responden lentamente a un escape que se logra sólo con los ojos cerrados, enterrado vivo bajo tierra, con los huesos agrietados. Entonces los garabatos que se suceden en las páginas no toman forma de las hormigas que en realidad son, si no de una habitación con suelo de cerámica, y un balcón del que se pueda saltar en cualquier momento. Saltar si no se sabe que debajo se puede encontrar el suelo. Así, si todos se detuviesen, las pisadas recorrerían y llenarían un vacío, o en su defecto, la falta de este, estrenando el movimiento entre los troncos, en medio de planicies en altura, en medio de las fortificaciones obsoletas. El mareo, por lo tanto, nace de la semilla que se va implantando con el tiempo, nace de una música que se va haciendo cada vez más debil, una música que carece de notas. Si la velocidad no deja definir formas, si apura el momento en que es necesario enfrentarse a ellas. Crecen como los hongos en la humedad, crecen como el agua que brota de las espaldas, su fuente turbia. Finalmente, es necesario confirmar sin palabras, la ausencia de estas, la niebla como un muro frente a las ventanas, que no se sabe disipar.

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