domingo

Es el momento de dejar, por un segundo, que el golpe en la columna de frutos. De esta manera, espero que se escupan las ganas, las ganas de armas murallas con los pies, para luego adornarlas con la lengua. Marca esto un descenso a un lugar que no se define más que por si mismo, las cuevas que se arman con alas de pájaros alejadas de sus respectivos cuerpos. Escondo así la carta que no ha de ser enviada, para sentarme sobre las tumbas que no tienen fechas. No pediré nada, como era la costumbre, en otro bosque, no servía para nada. No hablaré como si alguien escuchara, el momento se vuelve ridículo, se deforma hasta convertiste en esto: un coma que chilla, un sueño que encuentra su sentido en lo más triste. Nace de ahí, un brote de pulso desconocido, un autobús sin paradas pero que avanza. De eso nace la serpiente que remplaza el músculo, construyendo una escalera que se detenga solo en los ojos de un ciego. Se tensan las fibras que recubren el soporte de toda esta maquinaria, pero aún no se deja ver nada. Miento, es tanto lo que se deja ver, que la vista deja de servir. En las salas de estos manicomios dormimos más cerca que antes, mientras hasta los búhos se entregan a su final. Era imposible el encuentro en otro lugar, aunque se repartiesen a la mismas distancias. No hubiese respondido a los sonidos que se hubiesen construido, entre el momento y el largo de sus extensiones, entre todo eso y los sabores que cobran, el sonido que se repite, nunca lo hubiese escuchado. La voz ronca de la pérdidas se convierte en la grabación que se repite sin límite, al fondo de la escena. Esa escena en que se transforma, en un viaje de fracciones de segundo, en el puño que causaba miedo, en la risa que se esconde. Pero todo se reduce a algo más simple, incluir el ajeno hasta que se disuelva, arrastrar hasta el fondo al que se rehúse y luche con las uñas. Hundirse, sobre todo, hundirse.

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